Meditación vipassana - 13. Antonio ¿Qué te pasó?
Yuval Noah Harari es mi escritor favorito de no-ficción. Me
gustaron mucho sus libros “Sapiens: De
animales a dioses” (2011) y “Homo
Deus: Breve historia del mañana” (2015). Me parece que aporta una
perspectiva innovadora y muy inteligente sobre la historia humana y sobre las
sociedades. Posteriormente también tuve ocasión de leer con interés “21 lecciones para el siglo XXI” (2018)
y en este libro me sorprendió el último capítulo, en el que comenta su positiva
experiencia personal con la meditación vipassana
[1]
y su visión del tema. Sus argumentaciones me entusiasmaron. Era la primera vez
que yo tenía conocimiento sobre este tipo de meditación; creo que nunca antes
había visto/escuchado la palabra vipassana, así que recurrí a Google
para informarme mejor.
Comencé a leer las páginas de vipassana y el asunto me
parecía tan bello y atractivo como la publicidad de Jazztel: suponía yo que esto
acabaría teniendo trampa. Pero seguí leyendo, y enseguida me enteré de que los
cursos eran gratuitos para quien se inscribía en ellos; que los gastos solo se
cubrían mediante donaciones de antiguos alumnos. Pensé que no puede haber un
sistema de financiación más coherente, altruista y
garante para los derechos de quien quiere hacer su primer curso:
solo pagas en la medida de tu satisfacción posterior (y de tus posibilidades
económicas).
La prueba de que no hay trampa es que cientos o miles de
personas han hecho el curso, y deben estar bastante satisfechos porque incluso
pagan para que otros podamos asistir gratuitamente. Genial, me apunto a este
lío.
Seguí leyendo las páginas de Vipassana y me pareció que
algunas cosas tenían cierto tufo a fanatismo, con inexactitudes y medias
verdades. Pero el otro lado del asunto me llamaba y era más potente: si la
meditación había conseguido que Harari encontrase el sentido a su vida ymejorase como persona, yo no quería dejar pasar la oportunidad de que a mí me ocurriese
algo parecido. Aunque solo fuera una posibilidad entre cien, merecía la pena
intentarlo, poniendo todo mi empeño para que funcionase. Poner todo de mi parte
significaba tener confianza al máximo y también significaba dejar de pensar en
aquellos detalles de fanatismo o de poca veracidad que había encontrado.
En este punto me di cuenta de que quizá hubiera otro
problema. Yo estoy muy incómodo sentado en el suelo, prefiero estar de pie o en cualquier otra postura. Si fuese
obligatorio meditar en el suelo seguramente no lo soportaría. Pero me
tranquilizó lo que leí al respecto en la página de Preguntas y Respuestas sobre la Técnica de Meditación Vipassana
[2]:
Tengo 63 años pero en mi caso no es un problema de edad ni
tampoco es una lesión que me hayan diagnosticado. Puedo sentarme en el suelo, y
eso parece probar que no hay lesión. Pero no aguanto ahí ni un par de minutos.
Nunca he estado cómodo en el suelo. Yo era el niño raro de mi colegio, porque era
el único que no se sentaba en el suelo.
En realidad no estoy seguro de que no haya lesión. Nunca se
me ocurrió ir al médico para pedirle que lo comprobase porque siempre he podido
vivir perfectamente así, incluso podía hacer casi todo tipo de deportes. Me
parece un problema ridículo y por eso jamás pedí un diagnóstico o pruebas
médicas.
En el formulario de solicitud también expliqué que meses
atrás había sufrido una leve depresión, y eso pareció preocupar a la persona
que atendió mi solicitud así que tuve que rellenar un segundo formulario dando
un montón de detalles sobre cuestiones de salud y medicación que había tomado.
Yo estaba seguro que de la depresión estaba sobradamente superada, y a mí lo
que todavía me preocupaba era el hecho de meditar sentado en el suelo; expliqué
que seguramente necesitaría una silla. La respuesta por fin confirmó que aceptaban
mi solicitud, y algún comentario más:
Tienes una plaza reservada en este curso. Puedes traer los cojines que
necesites aunque también hay en el centro. También puedes comentarle al
profesor si puedes usar una silla. Hay sillas
en el centro así que no necesitas traer una.
Me incomodé un poco al leer eso de “comentarle al profesor si puedes usar una silla”.
¿Necesito que el profesor me lo autorice? Quizá no nos estamos entendiendo.
Supuse que mi interlocutor no se estaba expresando con precisión, porque volví
a mirar la página web y allí sí quedaba bastante claro:
Se proporcionan sillas a aquellas personas que no puedan sentarse
cómodamente en el suelo por motivos de edad o por problemas físicos
[3].
Consideré que el tema estaba resuelto. Semanas después, preparé
el equipaje con bastante ilusión y me fui para allá.
Llegué a Dhamma Sacca a las 16:43 del 4 de diciembre de
2019.
Yo llegaba con mi coche y justo detrás venía otro turismo.
En la zona de aparcamiento había una mujer con chaleco
amarillo dándonos indicaciones para que aparcásemos ordenadamente. Tras hacerlo,
me bajé del coche con mi mejor sonrisa y me dirigí a ella para presentarme y
estrecharle la mano. Pero ella me pegó un buen corte al levantar ambas palmas
rechazando mi gesto:
No podemos tener contacto físico.
¿De veras? ¿Todavía no hemos empezado el curso y tenemos en
vigor restricciones que nos impiden darnos la mano? Rayos, he empezado con mal pie,
y encima por querer ser simpático. Creo que no entiendo cómo funcionan aquí algunas
cosas.
Ese primer incidente me hizo estar un poco acobardado el
resto del día; decidí no tomar la iniciativa de acercarme ni hablar con nadie, y
solo respondí cuando otras personas se dirigieron a mí. Muchos alumnos
charlaban amigablemente porque el curso todavía no había empezado, pero yo
seguía sin entender dónde/cuándo/con-quién sí-podía y no-podía hablar o tener
otros gestos como presentarme con un apretón de manos. Tenía mucho interés en
este curso y estaba preocupado por estropearlo con ese tipo de torpezas,
consecuencia de esas restricciones que no entendía bien. Y creo que yo era el
único que estaba incómodo: el resto de la gente parecía estar pasándolo
bien, charlando y comportándose de forma natural.
No me importa: soy poco sociable y además yo no he venido aquí a hacer amigos sino a aprender meditación.
Cubrí el trámite de registrarme, sin incidentes. Rellené el
formulario. Entregué mi teléfono, mi cartera y las llaves del coche. Me
asignaron una habitación y una cama. Puse las sábanas y organicé mis bolsas de
viaje debajo de la cama para que no molestasen a los otros cinco compañeros de
habitación. Puse la bolsa de aseo y la toalla en el baño. Había terminado de
prepararlo todo y parecía que todavía pasaría una hora o más mientras se
registraban y ubicaban otros alumnos.
Decidí matar el tiempo dando un paseo para ir reconociendo
el entorno. Me crucé con algunas personas pero mantuve la vista en el suelo para
evitar cualquier interacción que me volviera a meter en problemas. Mejor solo y
callado.
Cuando me cansé de caminar decidí quedarme de pie en el
exterior de la habitación, al sol de la tarde. Entonces se me acercó otro
alumno al que había visto antes colocando sus cosas en la misma habitación que
yo. Creo que tendría una edad parecida a la mía, sesentaitantos. Se acercó y
empezó a hablarme con media sonrisa.
- Hola. ¿Puedo proponerte una cosa? Mi cama es la que está al lado de la
tuya. Me preocupa que por las mañanas yo no oiga el sonido del gong y me quede
dormido. Si tú lo oyes y ves que yo no me he despertado, me das un meneo en el
hombro para despertarme, solo eso. Y al revés: si yo me despierto y veo que tú
sigues dormido, también te doy un meneo. Esto no es saltarse la ley de
silencio, solo es un meneo para despertar a un compañero, no tiene importancia
y además no se lo vamos a contar a nadie. ¿Te parece bien?
Por un lado me reconfortaba ver que yo no era el único
despistado o inseguro. Este compañero se estaba sincerando y estaba pidiendo
ayuda. Por otro lado, aquello sí me parecía un incumplimiento respecto a la
normativa de no interactuar con otras personas. Prefería respetar todas las normas al cien por
cien. Con algo de incomodidad interior, acepté su propuesta esperando que a la
mañana siguiente todo fuera bien y nadie tuviera que recurrir al meneo.
En el comedor nos dieron una charla explicando algunas
cuestiones básicas sobre el curso y los compromisos que aceptábamos si nos
quedábamos: los 5 preceptos y otros detalles del código de disciplina. También nos presentaron a los cuatro mánagers, dos varones y dos
chicas. Los mánagers de nuestro mismo sexo son las personas a quienes tenemos
que dirigir si tenemos cualquier problema, necesidad o duda y por eso es importante quedarse con sus caras. Cada una de estas
cosas la explicaban primero en inglés y luego en español. Más tarde nos
dividieron en dos grupos. Llevaron a una sala aparte a los anglófonos, y los
hispanoparlantes nos quedamos en el comedor principal. En cada sala pusieron
una grabación en el idioma correspondiente, explicando más cosas sobre el curso;
todo normal, nada que me sorprendiera.
En el momento de cenar, tras haber cogido mi comida, vi que
no había ninguna mesa totalmente libre así que me fui a una mesa en la que
había otra persona. Me senté con la mirada en mi propio plato y sin decir nada. Como un minuto después, el chico
que estaba enfrente me miró a los ojos y dijo: “Que aproveche”. Aquello era claramente un reproche porque yo había llegado
sin saludar. Me disculpé y traté de explicarle mi confusión, pero no estoy
seguro de que lo entendiese.
Ya se había hecho de noche cuando suena el gong y ese sonido indica que el curso ha comenzado.
Para mí fue un alivio saber que a partir de este momento ya estaban vigentes
todas las restricciones, y las entendía. O al menos eso pensaba yo, porque
luego me he dado cuenta de que siempre hubo cosas que desconocía, que no
entendí o que interpreté de forma poco acertada.
Nos van llamando uno a uno para entrar a la primera sesión
de meditación. A mí me llamaron el último y entré cuando la mayoría ya llevaban
varios minutos sentados en el suelo. Mejor, menos tiempo de sufrimiento para mí.
La sorpresa fue encontrar que mi puesto de meditación no era
como el de los demás, que tenían una colchoneta y un cojín. Alguien había leído
lo que yo escribí sobre mis dificultades para meditar en el suelo y mi petición
de una silla. Pero lo que encontré no era exactamente una silla. Encima de la
colchoneta que me habían asignado había una especie de silla sin patas.
No tengo alternativa así que decido probar a sentarme allí.
Pronto me doy cuenta de que aquel artilugio no me ayudaba. Yo seguía estando
con el culo a ras de suelo, igual de incómodo.
Cuando todos nos habíamos sentado comenzamos a escuchar un
audio que nos iba dirigiendo en la meditación.
A los quince minutos ya me dolían las rodillas, las caderas
y las lumbares, pero decidí hacer aguantar. Entonces pude ver que empezó a
moverse otro alumno que estaba cuatro puestos delante de mí.
Haber entado el último también significaba que mi puesto era
el último de la sala (H8), el que está totalmente atrás y en la esquina, cerca
de la puerta. O sea que casi todos los alumnos varones estaban en la sala
delante de mí y yo podía ver fácilmente sus espaldas.
Pude ver a aquel compañero que se levantó, y arrastró un par
de metros su colchoneta, hasta dejarla justo al pie de la pared que estaba a
nuestra izquierda; a continuación volvió a sentarse en el suelo, pero esta vez
con la espalda apoyada en la pared. Se había reubicado en un lugar que no
impedía el paso ni causaba otros problemas, eso me pareció, y además hizo el
cambio sin molestar a nadie y de forma bastante sigilosa. De hecho, el mánager
que estaba en la sala ni se enteró de ello. Pero quién sí lo vio claramente fue
el maestro, que estaba enfrente mirándonos.
El maestro estaba al fondo de la sala, sentado en la
posición de loto, sobre una tarima de medio metro o así, que le permitía tener
altura para ver bien a todos los alumnos. Llamó discretamente al manager, que se acercó, y el
maestro le murmuró algo. El mánager fue hasta donde estaba el alumno apoyado en
la pared y cruzaron un par de frases en voz baja, tras lo cual el alumno volvió
a su ubicación original perdiendo el apoyo de su espalda.
Mientras tanto, yo seguía en mi puesto, removiéndome de vez
en cuando para intentar aliviar mis dolores. Podía ver que muchos otros alumnos
hacían movimientos similares. Cambiar ligeramente la postura podía suponer un cierto
alivio, o al menos que el nivel de dolor no siguiera subiendo tan deprisa. Pensé
que si tenía que estar lidiando con este problema no iba a poder concentrarme
adecuadamente en la meditación. Con mucho esfuerzo conseguí aguantar hasta el
final de la sesión. Entonces salí de la sala, busqué a uno de los manager y le murmuré en voz baja:
- Oye, yo no voy a poder seguir en el suelo. Necesito una silla. Creo
que se la tengo que pedir al maestro. ¿Te parece que vaya ahora a hablar con él
y se la pida?
El mánager dudó un momento pero me dijo que bueno, que
intentase
hablar con el maestro ahora. En la sala todavía quedaban algunos alumnos levantándose,
estirando sus músculos y saliendo lentamente. El maestro seguía sentado igual que
había estado durante toda la sesión, en su tarima, en la posición de loto, mirando
a los alumnos. Estaba solo y sin hacer nada, así que no vi ningún problema en
acercarme a hablarle. Cuando yo estaba a unos cinco metros, él se percató de
mis intenciones y levantó la mano para echarme el alto; luego movió ligeramente
la mano a modo de rechazo para que desistiese definitivamente de acercarme.
Me di la vuelta, bastante decepcionado porque no encontraba ningún
motivo para que él no me permitiese hablarle.
Volví a consultar con el mánager y este me sugirió que me apuntase
en la lista para tener una entrevista con el maestro. Lo malo era que esa
tutoría sería al día siguiente a partir de las doce. Me apunté, dudando de que
pudiese hacer bien las meditaciones de la mañana siguiente, antes de esa entrevista.
Pude ver que otra persona se había apuntado antes que yo. Había puesto su
nombre y también su posición en la sala. Por ese detalle descubrí que era el
chico que se había cambiado de sitio para apoyarse en la pared. Y supuse qué era
lo que él quería hablar con el maestro.
Así terminó el día, y nos fuimos a dormir.
Poco después de las cuatro de la madrugada, el gong sonó
para que iniciásemos una nueva jornada. Junto a la habitación hay un altavoz
que reproduce el sonido del gong sobradamente, y por eso el compañero de la
otra cama también se despertó, lo cual fue un alivio para no tener que darle un
meneo.
Esa mañana aguanté a duras penas las dos primeras sesiones
de meditación, removiéndome mucho y bastante agobiado por culpa del dolor.
De nueve a once tuvimos otra meditación, pero esta vez pudimos elegir si queríamos meditar en la sala o en la habitación. Me fui a la habitación
para no estar tan dolorido en el suelo. Cuando entré, me sorprendió de ver a
otros compañeros que ya estaban allí… tumbados en sus literas. Yo intenté
quedarme un rato sentado en el colchón con la espalda apoyada en la pared.
Cerré los ojos y empecé a meditar. Lo siguiente que recuerdo es el sonido del
gong y ver que mis compas también se estaban levantando de sus colchones con los
ojos legañosos. Todos nos habíamos quedado dormidos.
Comimos y después llegó el momento de mi tutoría con el
maestro, también en la sala de meditación. Me tocó esperar a que tuviera su entrevista el alumno que se había apuntado primero. Tras eso, el mánager me
indicó que podía pasar.
El maestro estaba en el mismo sitio y posición que en
las sesiones de meditación. Me acerqué, me arrodillé ante él y empecé a hablar
con voz suave y respetuosa.
- Buenas tardes, maestro.
- Buenas tardes.
- Estoy muy incómodo sentado en el suelo. Me duele todo y no lo
soporto. Quería pedir una silla.
- Si le diera una silla a cada alumno que me la pide, esto parecería un
cine -dijo riendo.
Aquello me sorprendió. Imaginé un cine lleno de personas que
estaban cómodamente sentadas meditando. Me pareció una escena bastante
atractiva. El maestro continuó:
- Las sillas son para personas que tienen alguna lesión diagnosticada.
¿Tú tienes alguna lesión?
- No, pero yo no puedo seguir en el curso así. Nunca he estado cómodo
en el suelo, ni siquiera cuando era niño. No voy a aguantar con el nivel de
dolor que tengo.
- Dile al mánager que te de un banquito. Con eso aguantarás. Y si no,
mañana hablamos.
Las últimas palabras del maestro sonaban a despedida, así
que -obediente- me levanté y salí. Perplejo y decepcionado.
He visto cómo es un banquito de meditación. Y tenía muy poca
confianza en que eso fuera a resolver mi problema, igual que no lo había
resuelto la silla sin patas. Recordé lo que había leído en la página web:
Se proporcionan sillas a aquellas personas que no puedan sentarse
cómodamente en el suelo por motivos de edad o por problemas físicos
[4].
¿Era una mentira aquel párrafo de la página? Tal
vez el único problema es que el maestro no había creído que yo realmente tuviera
problemas importantes. Por lo que él había dicho, parece que muchos otros
alumnos le habían pedido una silla de forma poco justificada, y él ya se ha
acostumbrado a denegar ese tipo de peticiones. Pero a mí no me interesa que
otros alumnos puedan ser estúpidos, mentirosos o exagerados. Yo estoy siendo
sincero, y me parece muy mal que el maestro no me crea.
Además, al comenzar el curso me pidieron un compromiso con el precepto de "no mentir", y yo acepté ese compromiso.
¿De qué sirve ese precepto si luego no me creen?
Esto no va por buen
camino.
El mánager me cambió la silla sin patas por un banquito. Como
yo suponía, el banquito no me ayudó, o me ayudó en una medida tan pequeña que
el dolor seguía siendo un problema grave. Haciendo muchísimos esfuerzos pude
superar la primera meditación de la tarde, y la segunda… Me fui dando cuenta de
que en cada nueva sesión el dolor aparecía más pronto y alcanzaba niveles más altos.
También, al terminar cada meditación iba notando otro cambio: el momento de
levantarme del suelo había dejado de ser un alivio y también comenzaba a ser doloroso,
cada vez más.
Empecé a preocuparme por la posibilidad de echarme a llorar en mitad
de una meditación. Con todo, pude ir cumpliendo con las meditaciones de la
tarde. Bueno, cumplía solo a medias porque solo pude meditar quince o veinte
minutos en cada sesión. Después de esos minutos iniciales el dolor se apoderaba
de todo mi ser y no era capaz de centrarme en la respiración ni en ninguna otra
cosa.
Los aficionados al boxeo seguramente hayan visto algún
boxeador sonado que está recibiendo tantos golpes que ya ha perdido la
capacidad de pensar o reaccionar. Tiene el combate perdido, pero su determinación
le hace seguir boxeando, lo cual solo sirve para que reciba más y más golpes.
Creo que algo parecido era lo que me pasaba esa tarde.
Las meditaciones estaban acompañadas de audios que nos iban
dando instrucciones sobre la respiración y otros detalles. Creo recordar que en
el audio de la última meditación se nos dijo que si alguna vez estábamos muy
doloridos, podíamos levantarnos por un momento para estirar las piernas, y
luego volver a sentarnos en el suelo. Creo recordar que se nos autorizaba hacer
eso una sola vez por cada sesión de meditación, y también que solo podíamos
estar levantados un tiempo breve, un minuto o dos como máximo.
En realidad no estoy seguro de lo que escuché. Supongo que
el dolor me tenía demasiado aturdido o distraído. Luego he pensado que tal vez
el audio no dijo nada de eso relacionado con levantarse para estirar las
piernas: quizá solo fue una alucinación porque mi mente empezaba a desvariar.
Ya había anochecido y comenzaba a hacer
frío, cuando llegó la sesión de la charla. También se hace en la sala de
meditación, pero ahora no se trataba de meditar sino de escuchar explicaciones
grabadas en audio. Bueno, en realidad eran dos discursos alternados. Emitían cada
parte en inglés y luego la misma parte en español, como siempre.
Mientras me colocaba en mi puesto, pude ver que algunos
alumnos desplazaron sus colchonetas hasta la pared para apoyar la espalda en
ella. Pensé que el manager les obligaría a volver a su sitio, pero no; al poco
rato lo vio y lo toleró. Deduje que ese comportamiento anómalo se permitía
porque no era momento de meditar sino solo de escuchar. Lo que no entiendo es
cómo sabían esos alumnos que en esta sesión les iban a permitir ese
comportamiento. Creo que eran alumnos nuevos, igual que yo, y no recuerdo que
se haya dado información sobre el comportamiento especial que se podía hacer en
esta ocasión. Creo que sabían esa y otras muchas cosas que yo desconocía, y que
sigo desconociendo.
Cuando me di cuenta de ese asunto miré las paredes buscando
una zona libre, pero ya no quedaba ningún hueco en el que yo me pudiera apoyar,
así que me tuve que quedar en mi sitio. Otro alumno pensó lo mismo que yo y fue
a apoyarse sobre un trozo de pared que había entre la zona de hombres y de
mujeres, pero el mánager no le permitió quedarse allí.
Las posturas también eran más relajadas. No era necesario
tener la espalda recta, podíamos ladearnos y apoyar una mano en el suelo, y
cosas así. A lo largo de la sesión, el manager dio varias vueltas por la zona,
corrigiendo a algunos alumnos que parecían dormidos o a punto de dormirse.
Cerca de mí, un chico se había tumbado en el suelo tan largo como era, y le
obligó a sentarse.
Según avanzaba la sesión, yo volvía a sufrir el dolor de mis
piernas y de mis caderas. Aunque podía cambiar de postura en
mayor medida, estar tanto rato sentado en el banquito, o en el suelo -a ratos
de rodillas- seguía siendo doloroso. Creo que había pasado una hora y pico
cuando estuve a punto de caerme de costado. Quizá fue por agotamiento, o quizá
un mareo, no lo sé. Decidí levantarme para estirar las piernas un minuto o dos,
pues creía que eso estaba autorizado. El mánager me vio hacerlo e
inmediatamente se vino hacia mí. Traté de tranquilizarle:
- No pasa nada, solo me he levantado un momento para estirar las
piernas, enseguida vuelvo a sentarme.
- No puedes levantarte, todos están sentados.
Lo dijo en tono de regañina. Mi posición era la última de la
sala, junto a la esquina de la puerta: que yo me hubiera levantado un momento
no molestaba a nadie; de hecho, creo que muy pocas personas se habían dado
cuenta porque todos miraban hacia el otro lado. Si a otros se les permite
apoyar la espalda en la pared, me parecía que también debía haberse permitido
que yo me levantase un minuto o dos.
Aguanté malamente los pocos minutos que quedaban en esa
sesión de escucha, de rodillas porque era la postura en la que tenía menos
dolores. En ese ratito cruzaron por mi mente un montón de pensamientos raros, incluyendo la indefensión aprendida y otras cosas igual de extrañas. Luego, al salir de la sala me
fui directamente a hablar con el mánager. Me aseguré de poner una voz neutra y
tranquila al comenzar a hablarle:
- Quiero marcharme. No, perdón, lo he dicho mal. Quiero decir que me
marcho, que dimito, que me voy.
- Vale. Dame unos minutos para informar al maestro.
- Bueno, pero aquí fuera hace mucho frío. Mejor te espero en mi
habitación.
Me sorprendió y me agradó que el mánager no tratase de
disuadirme. Me sorprendió menos que no me preguntase el motivo de mi decisión. Seguramente él podía relacionarlo con el incidente que habíamos tenido unos minutos antes cuando me puse de pie y él me regañó.
Me fui a la habitación y me senté en la cama para descansar y pensar un momento.
Por un lado estaba triste porque me sentía engañado y maltratado.
Nunca he pensado que el maestro o el mánager tuviesen nada
contra mí. Quizá el mánager cometió un error por exceso de celo o quizá tiene
unos criterios distintos que yo desconozco. Y lo mismo con el maestro: no me
parece bien lo que ha hecho pero supongo que tendrá sus motivos. Y además creo
que no vale de nada pedir explicaciones, o que me las quieran dar.
Vipassana me pidió un compromiso de no mentir (precepto
número 4), pero creo que Vipassana me ha mentido desde su página web. Y anoche el maestro
impidió que me acercase a hablarle, cuando él no estaba haciendo nada. Creo que ya he tolerado bastante, y no voy a quedarme a por más.
Tenía muchas esperanzas en este curso y me disgusta que haya
acabado tan pronto y tan mal. Pero la vida sigue y lo que debo hacer es
mirar hacia adelante. Por este lado, tomar la decisión de marcharme ha sido una
liberación. Es un alivio saber que ya no voy a seguir sufriendo ni un minuto más
la tortura de estar sentado en el suelo.
Antonio, espera un momento; no tan deprisa: quizá ahora el
maestro entienda que realmente necesitas la silla, que no era un capricho, y te
permita usarla. Vale, vamos a considerar esa posibilidad.
Después de haber dicho que me voy a marchar, la situación ha
cambiado: aunque me den la silla, creo que ya no me sirve, llegaría demasiado
tarde. No quiero continuar en un curso en el que hice una petición razonable
que fue inicialmente rechazada y solo se me hizo caso
tras haber dicho que me marchaba. La próxima vez que yo fuese a
pedir algo al maestro, creo que los dos estaríamos en una situación
incómoda, porque otra vez flotaría en el ambiente la posibilidad o la amenaza
de marcharme. Eso no me gusta. Por tanto, si me quedo casi me siento en la
obligación moral de renunciar a pedir algo que pueda necesitar, y eso tampoco
me gusta. Por último, ya me he sentido engañado con el asunto de la silla y no voy a quedarme
pensando que en cualquier momento pueden volver a engañarme en otro tema. La confianza se ha roto y sin eso no tiene sentido quedarme.
Esos eran mis pensamientos cuando reaparece el mánager y me
dice:
- Antes de irte… Al maestro le gustaría hablar contigo.
- No. Ya le pedí una silla y no quiso dármela. No tengo nada más que
hablar con él. Me voy.
Lo dije sinceramente, sobre todo porque quería irme cuanto
antes. Pensaba que esa entrevista con el maestro ni iba a resolver nada y
demoraría mi marcha. Además, yo suponía que ya habría empezado la siguiente
meditación y el maestro no me recibiría hasta que eso hubiera terminado, como
una hora después. No, prefiero irme ya.
En ese momento no pensé cómo se vería mi negativa desde el
otro lado. El maestro quiso hablar conmigo y yo le rechacé. En Vipassana eso es
una ofensa bastante gorda, una falta de respeto, un desprecio a la autoridad.
Es ese tipo de cosas por las cuales te excomulgan. Quiero decir que nunca más te
volverán a dejar participar en nada.
Si yo hubiera aceptado la entrevista con el maestro
seguramente me hubieran ofrecido continuar el curso en una silla, o bien
marcharme a casa para recuperarme de los dolores y retomar otro curso posterior
con una silla desde el primer día. Soluciones de este tipo se las han ofrecido
a otras personas que también abandonaron precipitadamente, pero que antes de
marcharse aceptaron respetuosamente tener esa entrevista final ofrecida por su
maestro.
Todo eso lo he pensado luego, pero me da igual. En aquel
momento yo también estaba excomulgando a Vipassana de mi vida. Ni de coña se me
ocurrirá volver a solicitar la asistencia a uno de sus cursos.
Añadí algo más, para rebajar la tensión:
- Vipassana y vosotros tenéis vuestros métodos y criterios, que no
encajan con lo que yo necesito. La conclusión es que este sitio no es adecuado
para mí, y por eso me marcho. No estoy enfadado, pero me voy.
- Vale, de acuerdo. Espera mientras voy a pedir que preparen tus cosas,
el teléfono y lo demás, para devolvértelo. Enseguida vuelvo.
Aproveché esa pausa para recoger mis cosas: la bolsa de
aseo, la toalla, mi almohada, las sábanas, etc. Estaba terminando de cerrar mis
bolsas de viaje cuando entró de nuevo el manager. Me pidió que le acompañase a
la oficina y se ofreció amablemente para ayudarme a llevar una de mis bolsas.
La oficina está situada en la parte trasera del comedor.
Allí estaban dos voluntarios-servidores, un chico y una chica. El mánager les
informó de que yo me marchaba y les pidió que buscaran mi teléfono móvil y las
otras cosas (cartera y llaves del coche).
Entonces me di cuenta de que un rato antes me había mentido,
cuando me había dicho que le esperase mientras él iba a pedir que preparasen
esas cosas mías. No era eso lo que había hecho. Creo que había vuelto a volver a
hablar con el maestro por segunda vez, para informarle de que yo no había
aceptado tener la entrevista con él. Esa reacción mía era un imprevisto
importante y seguramente procedía que el manager informase al maestro, y también
que el maestro le confirmase que podía dejarme marchar (o no).
El maestro no solo es el profesor de meditación.
También es la máxima autoridad en el lugar,
algo así como un alcalde, un jefe de policía y un juez, todo eso junto.
Cualquier decisión de alguna importancia pasa siempre por él.
Los dos chicos de la oficina buscaron las cosas y me las devolvieron:
el teléfono, la cartera y las llaves. Me despedí del manager y de la chica. El otro
chico, muy amable, me acompaño hasta el parking, para asegurarse de que no
hubiera otro coche que pudiera estar bloqueando la salida del mío. Tras
agradecérselo y despedirme, cargué las bolsas en el coche y emprendí el regreso
a casa. Eran las 21:28 del día 5 de diciembre del 2019.
Posteriormente, un familiar que estaba en el curso preguntó
por mí. Los responsables de Vipassana le dijeron que me había ido
voluntariamente porque yo pensaba que éste no era mi sitio, y sugirieron que
eso podía tener relación con el hecho de que recientemente hubiera pasado una
depresión. Y supongo que algo así será lo que hayan anotado en mi expediente,
sin mención alguna al problema del dolor o a la petición de una silla que se me
denegó.
Fin de este capítulo 13. Antonio ¿Qué te pasó?, publicado el 25-01-2020.
Secuencialmente, puedes continuar por 14. Libertad de meditación y de opinión.
O bien saltar a otra página:
Notas:
[1]
Todo lo que explico se refiere a la Fundación Privada Vipassana España, a su técnica de meditación
y a los curos realizados por esa organización; nada se refiere a otras técnicas
de meditación que también puedan utilizar el nombre genérico de “meditación
vipassana”.
[2],
[3] y
[4]
Fundación Privada Vipassana: Preguntas y
Respuestas sobre la Técnica de Meditación Vipassana https://www.dhamma.org/es/about/qanda
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